El Paseo Mariñelen Itsasbidea estaba tranquilo aquella mañana de julio. La brisa fresca corría suavemente, el mar acariciaba las rocas y el sol se asomaba a ratos de entre las nubes. Unos cuantos paseantes caminaban plácidamente. No recuerdo más porque apenas estaba allí, inmerso en mis cosas. Pero, en un instante, mis pensamientos se esfumaron y todos mis sentidos se enfocaron en un sitio.
Un hombre maduro con un perro, que iba unos metros delante de mí, se acercó a uno de los pinos que bordean el paseo y, apoyándo ligeramente las manos, lo besó. Sin detenerse ni reparar si era observado, continuó el camino.
Me di cuenta de que había sido testigo de un rito, por el aire rutinario de los movimientos, tanto del hombre como del perro. La intriga empezaba a apoderarse de mí y me impulsaba a alcanzar al hombre para preguntarle, pero me contuve. Opté por quedarme frente al árbol mientras el hombre se alejaba para tratar de aclarar por mi cuenta lo ocurrido.

El árbol era uno de los pinos piñoneros que lindaban el paseo, pero el rito parecía estar especialmente dirigido a ese árbol. Se encontraba en el decimotercer puesto de la línea, pero la superstición no encajaba con la delicadeza del gesto.
Me vinieron recuerdos de culturas en las que creían que los muertos se reencarnaban en forma de árboles, como los Mayas. Pero regañándome a mí mismo, descarté la idea y me quedé con que el beso podría tener que ver con un ser querido ausente. ¿Sería el lugar donde murió, o donde habría tenido lugar un encuentro memorable? Quizás podría ser el lugar donde por última vez habría besado a la persona querida... Empezaba a darme cuenta de que la vía deductiva no me sacaría del torbellino de dudas. Pero seguía frente al árbol y pensé en experimentar la sensación de dar ese beso por si pudiese aportarme algo más, ese cable que necesitaba.
A medida que fui aproximándome, percibí una incómoda sensación, como la de estar invadiendo el espacio personal de alguien.

Tuve que esforzarme para continuar. Cuando ya estaba a unas decenas de centímetros de la corteza, esta pareció agrandarse y tuve la impresión de estar en la faz de una montaña. Las grietas de la corteza parecían rieras secas que se comunicaban. En esos lechos se podían ver algunos líquenes, helechos medio secos y restos de insectos. Sabía que estas hendiduras dan cobijo a muchos invertebrados, sobre todo en invierno, cuando entran en la diapausa.
Elevando gradualmente la vista hasta la altura de tres o cuatro metros, pude ver cubiertas de musgo seco sobre grandes ramas. Más allá, cerca de la copa, las ramas se multiplicaban y adelgazaban, y allí pude oir a jilgueros cantando y revoloteando. A lo alto, a unos seis o siete metros, una tupida manta de agujas formaba la copa del árbol, dando sombra y

protegiendo del viento a las partes inferiores y sus habitantes. Había leído que las copas de los árboles tienen una ecología muy distinta a las partes inferiores, pero que no es muy conocida. Algunas especies de hormigas, helechos, musgos e insectos sólo ocupan ese ecosistema aéreo de los árboles. Aunque no lo habría pensado, al verlo frente a mí, no me pareció extraño.
Después de la experiencia regresé a casa sin poder pensar en otra cosa.
Unos días más tarde, el tiempo cambió y la bruma entró desde el mar con una ligera llovizna. Me apresuré a visitar el árbol para observar los cambios que traería el agua.

En esta ocasión, me aproximé sin reparos, ya éramos conocidos. Empecé a observarlo esta vez por arriba. Las agujas de la copa estaban atrapando la fina llovizna como un cepillo y el agua descencía como una fina película por la red de ramitas y ramas hasta llegar a las hendiduras de la corteza, donde empezaba a formar hilos. Estos confluían hasta hendiduras cada vez más anchas y profundas, y el caudal aumentaba. Para cuando llegaba a mi altura, el agua pasaba en forma de chorritos que bañabañ al conjunto de seres que albergaban las hendiduras. Las capas de musgo ya empezaban a tornar del marrón al verde y los helechos se regeneraron. El flujo de agua acababa en el suelo, que se empapaba lentamente, sin causar escurrimientos ni regueros. El árbol tenía su propio sistema de regadío, ajustado a sus necesidades y a las de quienes vivían sobre y debajo de él.

El beso a ese pino me había llevado a entender que, más que un individuo, se trataba de un complejo sistema vivo de una elegancia asombrosa, formado día a día a lo largo de más de 80 años de vida. Su diseño era el resultado de un proceso basado en pruebas y errores iniciado en el Jurásico (hace unos doscientos millones de años). Con ese mensaje, me retiré sin quitarle la vista durante unos metros. Según me alejaba, me di cuenta de que no lo había llegado a besarlo. Pero no volví para hacerlo, algo me frenaba. Seguramente, mi formación.
Un par de semanas después, me encontré casualmente por la calle con el protagonista del beso y, dejando de lado los escrúpulos, le pregunté directamente por ello. Me contestó jovialmente que, cuando paseaba por el lugar con su hermano mayor, en silla de ruedas, este le contó que había besado aquel árbol durante muchos años y le pedía que lo besase por él. Aunque nunca conoció las razones del rito iniciado por su hermano, ahora fallecido, lo mantiene. Curiosamente, ahora pide a su hijo que lo siga practicando en el futuro, cuando él no esté.
Seguramente, hay muchas formas de entrar en contacto con la naturaleza. Pero sólo con detenernos a hacerlo basta para encontrar nuestra manera propia de apreciar su inmensa complejidad, su belleza y lo importante que es conservarla. Los conocimientos de cada uno pueden cualificar ese aprecio, pero no son imprescindibles.
Comments